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sábado, 21 de enero de 2012

PEDAGOGÍA DE LA EXIGENCIA


La educación emocional se identifica en no pocas ocasiones con una pedagogía blanda, permisiva, no exigente. Se trata, desde luego, de una visión errónea. El displacer forma parte de la vida de igual manera que el placer, por lo tanto, si la educación ha de ser para la vida ha de educar en la frustración. Evidentemente, no se trata de provocar esa frustración, pero sí de aprender a superarla. Del mismo modo, la vida no trae consigo una satisfacción inmediata a todo lo que se realiza, madurar supone asumir la gratificación diferida que paralelamente conlleva una perseverancia en el esfuerzo. Esa es la madurez, tener claro que el esfuerzo de hoy, en la mayoría de las ocasiones, no encontrará su recompensa de forma inmediata sino que la obtendrá en el futuro y es con esa perspectiva con la que se ha de realizar ese esfuerzo y este supone una acción enérgica, una actitud de fortaleza resistente al desánimo, un empleo de elementos costosos para la consecución del fin. Ese esfuerzo, a menudo, se enmarca en el displacer, normalmente no será placentero el estudio, ni lo será siempre la lectura de un libro o la realización de un trabajo. Educar es, en buena medida, aprender a soportar ese displacer presente para obtener un placer futuro.

Lo que llamamos una pedagogía de la exigencia debiéramos llamarlo una pedagogía de la autoexigencia. El objetivo de la educación no ha de ser tanto soportar la exigencia externa como crecer en la autoexigencia, aceptar la gratificación diferida, ser capaz de perseverar en el esfuerzo sin recompensas inmediatas. Se trata de un proceso que exige un tiempo y una serie de fases, no se trata sin más de plantear exigencias y esperar que el alumno responda a las mismas, esto no es sino abocarle al fracaso. Una serie sucesiva de fracasos sin más ni más es trabajar la valoración negativa de uno mismo. Trabajar la autoexigencia es trabajar los procedimientos a usar, estructurar con claridad los pasos a seguir, establecer una gradualidad del método, y realizar refuerzos durante todo el proceso que valoren los pasos positivos dados. Cuantas veces hemos propuesto trabajos sin haber iniciado a los alumnos en ellos, dando por supuesto que ya lo han sido o que han nacido o crecido iniciados.

Esa pedagogía de la exigencia nos plantea el problema de los límites. La restricción ambiental con que nos desarrollamos nos impone límites, los de este particular contexto en que nos desenvolvemos. Unos límites son naturales, los impone la naturaleza. Otros son sociales, los proponemos los humanos pertenecientes al contexto en que el niño se desarrolla. Es de esta manera como aprehendemos y hacemos nuestros los códigos de esta comunidad en que crecemos. Educar es hacerlo con límites, nunca arbitrarios, sino razonados, suficientemente justificados. Establecer límites es, inevitablemente, establecer sanciones. Educar las emociones no es solo usar como recurso los premios, sino también las sanciones, siempre con un componente educativo, razonadas, proporcionales a la infracción y respetuosas con la dignidad del alumno. Y con una cuestión muy clara: los límites existen para todos, también para el docente. Hay una vinculación indiscutible entre la educación emocional y la educación ética, no se puede trabajar la una sin la otra, hablar de límites es hablar de los derechos de los otros, de preservar su integridad y dignidad. Trabajar los límites, desde el punto de vista emocional, es trabajar la empatía.

La educación emocional es enseñar a convivir con el hecho de la frustración sin que ello repercuta en la autoestima, es profundizar en la madurez de la persona, es enseñar a perseverar en el esfuerzo sin necesidad de una recompensa constante e inmediata, incorporar a la vida la gratificación diferida. Se trata de aprender a vivir en comunidad desarrollando la empatía y aceptando la existencia de los límites. La educación emocional es convivir y trabajar con la frustración, con la tristeza, con el dolor, con la dificultad, con la vida y con el ser humano en su plenitud. La exigencia no solo no es incompatible con el afecto y con la ternura, sino que viene a reforzar el hecho educativo. No debemos educar sin este triángulo.